Faustino Oncina Coves
Hoy estamos inmersos en una modernidad extremamente dinámica, en un permanente tiempo de tránsito. Este movimiento acelerado, pero romo en lo concerniente a la propuesta de alternativas, que ha anegado todas las circunstancias vitales, rige también para nuestra contemporaneidad, con un cambio semántico que de continuo deja atrás y sin resuello a los instrumentos lingüísticos. Incluso hay una tendencia a separar como períodos autónomos la Modernidad clásica de la tardía y hasta se multiplican las épocas y se habla de la era de la información, nuclear, digital,
, espigándose determinados acontecimientos como cesuras o hitos históricos. Una buena parte de nuestro patrimonio lingüístico (los conceptos fundamentales de nuestro presente) no queda consignado en los diccionarios histórico-conceptuales canónicos. Si para éstos eran importantes los singulares colectivos terminados en ismo, ahora aparecen, además, otros sufijos con connotaciones procesuales: digitalización, globalización, modernización,
Progreso, revolución e historia eran conceptos emblemáticos ahora arrollados y fagocitados por el de innovación. La hiperinflación del prefijo pos- (pospolítica, posdemocracia, poshistoria, posfactismo) delata la tecnificación de la res publica.
Nos enfrentamos a un fenómeno complejo y aporético, a una especie de trastorno de la personalidad de la modernidad. Se aprecia el crepúsculo del singular colectivo y su reconversión en modernidadesö en plural. Paradójicamente, algunos de los más acérrimos detractores de la Ilustración velan las armas que ella misma ha forjado para emplearlas contra su más excelsa conquista: la Modernidad. Si la Ilustración era retratada como la era de la crítica, tal conquista no podía sustraerse a ella. La modernidad de la crítica y la crítica de la Modernidad son siamesas, y ambas han ido ganando no sólo nuevos estratos semánticos, sino también nuevas posibilidades de diagnóstico, pronóstico y denuncia.